En cuanto supe de las nuevas circunstancias y fui consciente de su posible trascendencia, incluso antes de la llegada de los papeles oficiales (para las urgencias, siempre mejor llamar por teléfono e insistir todo lo que haga falta, sin ningún reparo), me puse en contacto con el arqueólogo Javier Abarquero, que es de un pueblo de la comarca (Vertavillo); ya nos conocíamos y, por cercanía y conocimiento previo del lugar, pensé que sería la persona idónea. Fue él quien me avisó de que su propuesta de actuación tendría que pasar también por la comisión de patrimonio antes de la ejecución pero que, dadas las prisas y la escasa entidad de la intervención en el subsuelo, podría ser suficiente con hacer llegar los documentos previos necesarios al servicio territorial, presentarlos ante la ponencia técnica y, de forma verbal, obtener un consentimiento de las personas que los han de supervisar antes de pasarlos a la comisión. Siempre y cuando se fuera a hacer todo de la forma debida: nunca empezar antes de que se registrara oficialmente la solicitud ante el organismo correspondiente, y contar con la presencia del profesional durante la excavación. Todo se tramitó a la mayor velocidad, y en unos pocos días estábamos preparados para comenzar. Pero hubo un fallo, del que daré cuenta en otra ocasión, ya que todavía nos encontramos con las manos en la masa y prefiero no dar excesivos detalles acerca del asunto, por si acaso.
Y por fin se empezaron las obras. Salieron muy pocas piezas procedentes del derrumbre de la hoja del muro cuando se limpió el suelo antes de excavar. A simple vista, parecía que iba a haber más, pero no; los montones sólo eran de tierra, matojos y porquería; seguramente hace ya años que se llevaron las piedras. Así que las que se sacaron fueron a un pequeño montón para aprovecharlo después, aunque harían falta bastantes más. Una vez excavados alrededor de 30 centímetros de profundidad, se vio que se alcanzaba suelo duro, virgen, y el cimiento, muy escaso, iba sobresaliendo de la vertical de la pared. Eso nos da cuenta de que el muro (como debe ser) se sostiene en equilibrio por su propia masa y sin necesidad de unas bases subterráneas profundas, ya que la roca se halla muy cerca de la superficie. También nos informa, con un cierto margen de error, de la posición de nacimiento de la hoja perdida, aunque eso también puede saberse, con parecida posibilidad de equivocarse, gracias a los grosores de los tramos de muralla que han conservado todo su espesor; me imagino que habrá cierta regularidad en este aspecto (dos metros, por dar una cifra redonda).
Ya que teníamos el dato, decidimos entonces recuperar la anchura original (algo sobre lo que no había reflexionado durante la redacción del proyecto, debo admitirlo) aunque sobresaliera de las construcciones a uno y otro lado del tramo (no son valiosas, por lo que no me preocupa). Incluso me pensé la posibilidad de prescindir de la zapata de hormigón armado, ya que el suelo parecía (y seguro que es) suficientemente sólido, pero entonces habríamos tenido que asegurarnos y haber hecho un pequeño talón con mampuestos y mortero, como si fuera un hormigón antiguo, para ensanchar un poco la base de apoyo. Y como ya estaba la ferralla preparada, me curé en salud (cuatro redondos del 12 con estribos del 6; poco van a hacer si hay algún asiento del terreno, pero bueno, muy raro será). Apoyar directamente sobre la superficie lisa y terminada de hormigón siempre es más fácil, y al fin y al cabo no se va a ver, estamos restaurando un muro, y con unas personas del propio pueblo, que nunca lo habían hecho (como tampoco lo había hecho yo antes), no seamos tan categóricos. Eso sí, quedó tan al borde el hormigón (porque había tan poca profundidad que a duras penas se cubría el hierro, y me parece que por debajo quedó pegando en algunas zonas al terreno y a los bordes de las piedras, lo que no me gusta nada) que después vamos a tener que taparlo de alguna manera con tierra.