Hace menos de dos semanas que se celebró el VII Congreso Internacional (a partir de ahora se llamará bienal), con el título de “Economía del Patrimonio Cultural”. Todavía no he revisado las actas del Congreso de 2008, ni siquiera la documentación con los resúmenes de las ponencias de este año. Pero ya que no pude expresarlas en la breve ronda de intervenciones públicas durante la sesión de mesa redonda (porque los componentes de la mesa gastaron casi todo el tiempo), escribo mis impresiones por aquí.
En primer lugar, el título lo dice todo, “economía”; aunque bien podría haberse llamado “rendimiento monetario del patrimonio cultural”. Es preocupante la capacidad fagocitadora de “lo económico” en todo; y eso que estamos en un momento coyuntural que nos tendría que hacer reflexionar sobre la pertinencia de apartarnos un poco de toda la inercia que parece llevarnos irremediablemente a la mercantilización absoluta. Y es que algunas de las ponencias incluso nos explicaron cómo cuantificar el valor de “lo cultural” dentro del producto interior bruto de un país (entendamos la palabra valor en un sentido monetario; hoy día, por desgracia, sólo tiene valor el dinero). Me parece en extremo preocupante meter en un saco estadístico todo eso; si ahora mismo todavía no es posible individualizar, a medio plazo seguro que cada monumento tendrá un casillero en algún ordenador, con una cifra, en negro o en rojo; y un criterio fundamental para su selección como perdurable será si ese número es positivo o es negativo.
En segundo lugar, la tendencia a la autosuficiencia económica de un monumento puede significar la desvinculación de su tutela pública, lo que conllevará la pérdida del sentido etimológico de la palabra; el monumento, memoria de un pasado, memoria colectiva, perderá su esencia, en favor de una percepción de privacidad, ejercida por la institución, fundación, asociación, o lo que sea que se erija en gestor de dicho monumento. Se dificultará la apropiación metafórica por parte del dueño de esas memorias del pasado, es decir, el pueblo.
Y por último, la línea separadora entre divulgación y banalización es peligrosamente delgada. Si la autogestión y la transmisión precisan de métodos tan burdos como la venta de una taza, probablemente made in china, con un dibujito en un lado con la silueta del monumento, o con una palabra escrita en el asa, deberíamos preguntarnos si merece la pena el esfuerzo. No quiero que la impresión que me lleve de un lugar con valor histórico sea una taza, o un bolígrafo, o una goma de borrar. Pero tampoco quiero que sea la impresión que lleven los demás. Y, de momento, parece que es casi el único método; descomponer el monumento (sigo emplenado el término genérico, pero me parece el más apropiado) en insignificantes fragmentos reproducibles hasta el infinito, pero dejándose por el camino su espíritu.
En resumen; que salí un poco decepcionado del rumbo que está tomando este mundillo, al que yo suponía un poco más a salvo de los mercados. Pero de esa decepción, en parte, me vinieron las ganas de comenzar este blog. Veremos si tiene consecuencias positivas.