Podríamos decir que, al fin y al cabo, como en un proyecto arquitectónico cualquiera, la premisa es dar respuesta a unas necesidades, de cualquier tipo, tanto funcionales como simbólicas. Pero no es tan sencillo. La plasmación de un pensamiento en un croquis con unas líneas es el comienzo habitual para cualquier nuevo edificio, que luego a su vez ayuda a dar forma más definida a la idea, en un proceso de retroalimentación; la restauración, sin embargo, puede no encontrar ayuda inmediata en un dibujo; el proyecto de restauración, entendido como intervención en algo que ya existe, intervención que no debe eclipsar a aquello a lo que pretende devolver lo que ha perdido, no tendrá en la representación gráfica su lenguaje principal. Y ello es problemático para un gremio, el de los arquitectos, al que suelen formar en la idea de que el objetivo es “vender” a través de los ojos.
Un nuevo edificio, como he dicho, nace para satisfacer una necesidad clara, salvo corruptas y/o totalitarias excepciones. Pero la restauración, ¿debe ser también algo tan inmediato? No es lo habitual. Sí, se pueden quitar las goteras de una iglesia, que seguirá usándose como iglesia, pero también se restauran palacios en los que se ponen museos, o monasterios en los que se ponen hoteles. Y los nuevos usos conllevan necesidades específicas, cuya resolución obliga a actuaciones que tienen poco que ver con lo que llamamos restauración. Quizás meter con calzador un colegio en un castillo no es exactamente restaurar; aunque ello signifique mantener las paredes del edificio histórico.
Así pues, si el planteamiento previo no puede limitarse a una mera satisfacción de necesidades puntuales, habrá que contar con otra cosa. Y aquí es donde viene lo difícil, en un mundo y un momento como los de ahora mismo. Restaurar debe servir para algo tan inmaterial y tan poco monetario como recuperar la memoria del pasado, que es conocernos mejor a nosotros mismos.