¿Para qué sirve restaurar?

Podríamos decir que, al fin y al cabo, como en un proyecto arquitectónico cualquiera, la premisa es dar respuesta a unas necesidades, de cualquier tipo, tanto funcionales como simbólicas. Pero no es tan sencillo. La plasmación de un pensamiento en un croquis con unas líneas es el comienzo habitual para cualquier nuevo edificio, que luego a su vez ayuda a dar forma más definida a la idea, en un proceso de retroalimentación; la restauración, sin embargo, puede no encontrar ayuda inmediata en un dibujo; el proyecto de restauración, entendido como intervención en algo que ya existe, intervención que no debe eclipsar a aquello a lo que pretende devolver lo que ha perdido, no tendrá en la representación gráfica su lenguaje principal. Y ello es problemático para un gremio, el de los arquitectos, al que suelen formar en la idea de que el objetivo es “vender” a través de los ojos.

Un nuevo edificio, como he dicho, nace para satisfacer una necesidad clara, salvo corruptas y/o totalitarias excepciones. Pero la restauración, ¿debe ser también algo tan inmediato? No es lo habitual. Sí, se pueden quitar las goteras de una iglesia, que seguirá usándose como iglesia, pero también se restauran palacios en los que se ponen museos, o monasterios en los que se ponen hoteles. Y los nuevos usos conllevan necesidades específicas, cuya resolución obliga a actuaciones que tienen poco que ver con lo que llamamos restauración. Quizás meter con calzador un colegio en un castillo no es exactamente restaurar; aunque ello signifique mantener las paredes del edificio histórico.

Así pues, si el planteamiento previo no puede limitarse a una mera satisfacción de necesidades puntuales, habrá que contar con otra cosa. Y aquí es donde viene lo difícil, en un mundo y un momento como los de ahora mismo. Restaurar debe servir para algo tan inmaterial y tan poco monetario como recuperar la memoria del pasado, que es conocernos mejor a nosotros mismos.

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¿Hay un método para restaurar?

Me lo llevo preguntando bastante tiempo. Y no he conseguido ninguna respuesta satisfactoria. Cuando hablo de método (podemos buscar el significado en el diccionario de la RAE), me refiero a un procedimiento, a un modo de hacer, más o menos universal, que se pueda seguir en la mayoría de los casos. Es decir, una actitud intelectual, una predisposición mental o, por ser más concreto (y menos fiel al significado concreto del término), una lista de “cosas” que hay que realizar o en las que hay que pensar cuando se afronta un proyecto de restauración.

Me temo que estos temas son de los que no se enseñan, o no se quieren enseñar, o no se insiste en ellos lo suficiente, quizás. No recuerdo nada que viera durante mis estudios de la carrera, ni durante el máster específico en restauración, en que se hiciera referencia a metodología, más allá de consideraciones vagas y abstractas, o de menciones de perogrullo: “haca falta seguir un método ordenado”. Tampoco son muy clarificadoras precisamente las publicaciones del ramo. A lo mejor resulta que eso del método y las metodologías son inventos de las élites intelectuales para darse aires. No sé.

Así que no me queda más remedio que llegar a la conclusión de que no hay método para restaurar. O que el método es, simplemente, lo que procuro hacer yo: ir, mirar, volver a ir, y volver a mirar. Y volver a ir y volver a mirar tantas veces como haga falta. Sin más prejuicio que huir de la desmesura, de la vanidad y de las decisiones precipitadas. Y que el tiempo vaya haciendo su labor. Porque en esto más que en ninguna otra tarea arquitectónica me parece fundamental reposar las ideas.

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Pedir: el 1% cultural

Hay que pedir para que te den. Si no se pide, las cosas no llegan. No suele haber nadie sobrevolando el mundo en busca de necesitados de dinero, y menos para asuntos tan apartados de la actualidad mediática y de la centralidad geográfica como un espacio cultural en un pueblo. Y no es fácil, muchas veces, saber dónde y a quién pedir; se necesita un trabajo previo de búsqueda en boletines oficiales, webs de corporaciones y ministerios, fundaciones y empresas privadas. Y aun así, es difícil, insisto, y hay que dejar jugar su papel también a la casualidad. Otro asunto es la indiferencia, el miedo y hasta el rechazo con que suele recibir cualquier pequeño municipio la posibilidad de que le lleguen fondos como por arte de magia, o con el único compromiso de aportar él un pequeño porcentaje complementario; hay ediles animosos que tiran para adelante, y otros que prefieren no moverse ni tocar nada, por si acaso.

Aunque yo creía que lo del 1% cultural ya lo conocía mucha gente, parece que todavía no es así, o que se tiene una idea equivocada de ello. O eso me dijeron cuando hablé por teléfono con quienes lo manejan. Según el artículo 68 de la Ley del Patrimonio Histórico Español

En el presupuesto de cada obra pública, financiada total o parcialmente por el Estado, se incluirá una partida equivalente al menos al 1 por 100 de los fondos que sean de aportación estatal con destino a financiar trabajos de conservación o enriquecimiento del Patrimonio Histórico Español o de fomento de la creatividad artística, con preferencia en la propia obra o en su inmediato entorno.

Ese “con preferencia en la propia obra o en su entorno inmediato” es engañoso; al parecer, es sólo uno de los criterios para la concesión, y no el más importante; o sea, que no es imprescindible que se esté ejecutando ninguna obra pública del Estado en un determinado lugar para que ese municipio solicite ayudas del 1% cultural; se genera una bolsa común en todo el país, y se va repartiendo. Conocer este detalle parece algo baladí, pero no lo es en absoluto; de hecho, el que la alcaldesa de Palenzuela haya sugerido la posibilidad de pedirlo se debe a que el ferrocarril de alta velocidad de Valladolid a Burgos se construye en estos momentos y atraviesa el término municipal; y es lo que hace pensar que el pueblo puede tener derecho. Pues sí, tiene derecho, pero como todos los demás, pase o no pase el tren.

Pero hay más requisitos, y es en ellos donde se pueden encontrar las dificultades. El edificio receptor de la inversión debe ser de titularidad pública, o existir una cesión de uso público de al menos 50 años (se quedan fuera, en general, las iglesias). Para ponerlo más difícil, tiene que estar declarado BIC. Y peor todavía (para las arcas municipales): debe presentarse con la solicitud un proyecto de restauración, que hay que encargar y pagar sin tener la certeza de si se van a conceder las ayudas, y es MUY recomendable un compromiso de aportación del 25% del presupuesto por parte del ayuntamiento (o de otras personas físicas o jurídicas a quienes se pueda convencer). Estas cosas salen en la web del Ministerio de Cultura; pero claro, todo tiene sus matices, y para enterarse de ellos hay que llamar por teléfono.

Tengo que admitir que toda la gente que me atendió en las cuatro o cinco veces que hablé con Cultura y con Fomento fue muy amable; incluso me devolvieron una llamada cuando la persona por la que preguntaba no podía atenderme. Y hasta pude conversar con un subdirector general. De palabra, todo parece mucho más fácil. Me aseguran que el equilibrio en el reparto de fondos del 1% cultural juega a nuestro favor: se sorprenden de que les lleguen tan pocas solicitudes de Castilla y León. También juega a nuestro favor la pequeña cantidad que vamos a pedir; 180.000 euros son una minucia para las cifras que se manejan (unos 50 millones al año), y no es necesario que nos analice nosequé comisión para solicitudes mayores de 800.000 euros. Me resuelven la duda de los BIC; si un pueblo está declarado Conjunto Histórico, los inmuebles catalogados, aunque no tengan declaración individualizada, pueden acogerse a las ayudas (ver nota abajo). Incluso afirmaron que, en ciertos casos puntuales, el 1% cultural podía cubrir el total del presupuesto de la obra.

Claro; con este panorama, es sencillo hacerse ilusiones. Así que decidimos (o más bien decidí) confeccionar un pequeño dosier informativo, una especie de presentación del edificio, sin compromiso para el ayuntamiento, y enviarlo a los dos ministerios implicados. Sólo para que lo vieran y, cuando nos avisasen de que no cumplíamos todas las condiciones (por ejemplo, la de adjuntar un proyecto completo), hablar con ellos de nuevo, y comprobar si todos los parabienes con que habían regalado mis oídos seguían vigentes y existían posibilidades reales de que llegara el dinero. En otro momento contaré mis peripecias con ese dosier, que empecé con muy buenas intenciones allá por septiembre de 2009, pero que no di por terminado hasta mayo de 2010.

Nota. Por desgracia, esto se limitó, en la Comisión Mixta Fomento-Cultura del 3 de noviembre de 2009, a los de protección integral, cosa que no cumplimos. Me lo comunicaron en el informe sobre el dosier que redacté, y que nos llegó en septiembre de 2010. Pero no pasa nada, porque, como si estuvieran deseando que pidiéramos, me dijeron que alegase que, al tratarse de un edificio de arquitectura fortificada, podía relacionarlo con el decreto genérico de 1949 que protege a los castillos, y que ellos mismos se encargarían de informarlo favorablemente en ese aspecto.

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Un museo: el comienzo

La motivación fundamental que me ha llevado a comenzar este blog (no la única) es la de ir compilando todo lo que voy haciendo para afrontar mi primer proyecto de restauración serio (otro día hablaré de algunos frustrados, alterados o poco serios). Para que después, releyendo, me acuerde de los pasos que he ido dando, por si tengo que aprender de los errores (seguramente) o por si tengo que recopilar la información para una ponencia en un congreso o una clase magistral (bastante menos probable). Y también, por qué no, para ser consciente del esfuerzo que supone todo ello. Así que voy a empezar.

Se trata de un museo. Concreto un poco más; se trata de acondicionar un espacio para instalar una pequeña sala de exposición, en la que colocar cosas más o menos antiguas (decir obras de arte es exagerado) que alguien pueda tener interés en ver. El lugar es Palenzuela, pueblo de la provincia de Palencia, que ya he mentado antes, y al que me unen lazos familiares que el tiempo y la imaginación han llegado a convertir en un vínculo casi trascendental (por motivos que no vienen al caso). La idea surgió de la alcaldesa, hace algún tiempo, pero empezó a concretarse en verano de 2009. El 24 de agosto visitamos el lugar algunos miembros de una empresa museográfica, un historiador y escritor (todo ellos relacionados con otro museo), y un servidor; saqué algunas fotos. Yo volví otra vez el 28, y saqué más fotos. Aquí pongo una.

Interior de la Torre del Reloj de PalenzuelaLa imgen no ayuda mucho a identificar el sitio. Es el interior la torre del reloj del ayuntamiento (que es propiedad del ayuntamiento; parece obvio, pero es mejor asegurarse; y aunque no he visto escrituras ni papel alguno, parece que se da por hecho y no hay problemas). Pero tiene la singularidad de que se trata de la puerta fortificada de la villa, que se ha conservado casi íntegra, enmascarada al exterior por otras construcciones adosadas y por el propio reloj con su campana en lo más alto, y al interior por varios pisos y escaleras de madera. Es decir, me encuentro con un edificio especial, histórico, que hay que restaurar, para instalar un museo. Todavía hoy, el ayuntamiento no tiene mucha idea de lo que se puede mostrar; de eso me estoy encargando yo, y es mucho más laborioso de lo que preveía.

Bien. Tenemos una idea: montar el museo del pueblo. Tenemos un edificio digno para albergarlo: la torre del reloj, la puerta de la muralla. Pero no tenemos dinero. La alcaldesa se pregunta si sería posible pedirlo al 1% cultural. Así que lo primero de lo que me encargué fue de averiguar exactamente qué es el 1% cultural (que a todos nos suena) y en qué condiciones se puede solicitar fondos para la restauración. Pero lo contaré en otra ocasión.

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Breves impresiones de AR&PA 2010

Hace menos de dos semanas que se celebró el VII Congreso Internacional (a partir de ahora se llamará bienal), con el título de “Economía del Patrimonio Cultural”. Todavía no he revisado las actas del Congreso de 2008, ni siquiera la documentación con los resúmenes de las ponencias de este año. Pero ya que no pude expresarlas en la breve ronda de intervenciones públicas durante la sesión de mesa redonda (porque los componentes de la mesa gastaron casi todo el tiempo), escribo mis impresiones por aquí.

En primer lugar, el título lo dice todo, “economía”; aunque bien podría haberse llamado “rendimiento monetario del patrimonio cultural”. Es preocupante la capacidad fagocitadora de “lo económico” en todo; y eso que estamos en un momento coyuntural que nos tendría que hacer reflexionar sobre la pertinencia de apartarnos un poco de toda la inercia que parece llevarnos irremediablemente a la mercantilización absoluta. Y es que algunas de las ponencias incluso nos explicaron cómo cuantificar el valor de “lo cultural” dentro del producto interior bruto de un país (entendamos la palabra valor en un sentido monetario; hoy día, por desgracia, sólo tiene valor el dinero). Me parece en extremo preocupante meter en un saco estadístico todo eso; si ahora mismo todavía no es posible individualizar, a medio plazo seguro que cada monumento tendrá un casillero en algún ordenador, con una cifra, en negro o en rojo; y un criterio fundamental para su selección como perdurable será si ese número es positivo o es negativo.

En segundo lugar, la tendencia a la autosuficiencia económica de un monumento puede significar la desvinculación de su tutela pública, lo que conllevará la pérdida del sentido etimológico de la palabra; el monumento, memoria de un pasado, memoria colectiva, perderá su esencia, en favor de una percepción de privacidad, ejercida por la institución, fundación, asociación, o lo que sea que se erija en gestor de dicho monumento. Se dificultará la apropiación metafórica por parte del dueño de esas memorias del pasado, es decir, el pueblo.

Y por último, la línea separadora entre divulgación y banalización es peligrosamente delgada. Si la autogestión y la transmisión precisan de métodos tan burdos como la venta de una taza, probablemente made in china, con un dibujito en un lado con la silueta del monumento, o con una palabra escrita en el asa, deberíamos preguntarnos si merece la pena el esfuerzo. No quiero que la impresión que me lleve de un lugar con valor histórico sea una taza, o un bolígrafo, o una goma de borrar. Pero tampoco quiero que sea la impresión que lleven los demás. Y, de momento, parece que es casi el único método; descomponer el monumento (sigo emplenado el término genérico, pero me parece el más apropiado) en insignificantes fragmentos reproducibles hasta el infinito, pero dejándose por el camino su espíritu.

En resumen; que salí un poco decepcionado del rumbo que está tomando este mundillo, al que yo suponía un poco más a salvo de los mercados. Pero de esa decepción, en parte, me vinieron las ganas de comenzar este blog. Veremos si tiene consecuencias positivas.

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La Urbanística puede servir

Para restaurar (o propiciar la restauración). Sí, si se hace bien. O eso he creído siempre, aunque a veces me asaltan las dudas acerca de la utilidad de toda la regulación. Sobre todo cuando es tan fácil cambiarla, y cuando es un compromiso principalmente de la Administración Pública consigo misma, y eso es siempre delicado.

Me han adjudicado la revisión del Plan Especial del Conjunto Histórico de Palenzuela. Es algo que llevo deseando desde hace años, y tengo muchas cosas en la cabeza para ello. Pero ahora viene lo difícil, que es darles forma definida. Iré escribiendo los avances aquí. Para empezar, en la libreta que suelo llevar encima casi siempre, desde hace varios días estoy escribiendo todo lo que se me ocurre, sobre lo que quiero investigar, o lo que quiero regular. Porque muchas veces se te ocurren cosas que después se te olvidan. Es útil tener una libreta; y algo con lo que escribir en ella, claro.

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¿Qué es restaurar?

Me parece interesante comenzar por el principio. ¿Qué es restaurar? Y para saber lo que significa una palabra, nada mejor que acudir al diccionario de la lengua española, vigésima segunda edición (la que está disponible ahora mismo en la web de la Real Academia).

Restaurar (del lat. restaurare): 1. tr. Recuperar o recobrar. 2. tr. Reparar, renovar o volver a poner algo en el estado o estimación que antes tenía. 3. tr. Reparar una pintura, escultura, edificio, etc., del deterioro que ha sufrido.

Cualquiera de las tres acepciones nos suena bien. La primera, muy genérica, quizás hoy sea poco empleada. La segunda es, etimológicamente, la más exacta, y universaliza el término; cualquiera, y en casi cualquier situación, puede restaurar; no es una acción de élite, todo lo contrario; aunque no estemos acostumbrados a ello, si el señor que nos viene a arreglar la lavadora nos dice que “ya la he restaurado”, está hablando con toda propiedad. Y en la tercera, la que más nos puede concernir, encontramos con alegría la palabra “edificio”. Sí, parece una reminiscencia del clásico concepto ternario del arte: pintura, escultura y arquitectura; pero hemos de suponer que ahí estamos nosotros; si reparamos un edificio del deterioro que ha sufrido, estamos restaurando y, por lo tanto, somos (o deberíamos ser) restauradores (aunque también lo podamos ser reparando nosotros mismos la lavadora).

Y ya que acaba de salir el término, veamos ahora también lo que es un restaurador.

Restaurador, ra (del lat. restaurator, -oris). 1. adj. Que restaura. U. t. c. s. 2. m. y f. Persona que tiene por oficio restaurar pinturas, estatuas, porcelanas y otros objetos artísticos o valiosos. 3. m. y f. Persona que tiene o dirige un restaurante. U. t. c. adj.

Ahora nos encontramos con ciertos problemas. Podemos limitarnos a la primera acepción, por comodidad, que es lo que hemos hecho algo más arriba, e ignorar las otras dos; todo el que restaura es restaurador. La segunda nos decepciona un poco; es la que podría corresponder con la tercera de “restaurar”, pero sólo se menciona la pintura, pongamos que también la escultura (aunque una estatua no tiene por qué ser escultura), la porcelana (¿perdón?) y “otros”. Menos mal que una iglesia, un castillo o una casona de piedra, hoy día, sí podemos considerarlos “objetos artísticos o valiosos”. Pero, ¿un palomar? ¿O una caseta de adobes? ¿O un humilladero de ladrillo? ¿O una vieja noria de hierro para sacar agua de un pozo? ¿Existe un común acuerdo acerca de lo artístico y lo valioso? Seguramente el diccionario nos podría ayudar, pero eso lo dejaremos para otra ocasión. De las tres acepciones, la última fue incluida en el diccionario en 1985, indicando que se trata de un galicismo. No obstante, diría que es hoy la primera cuando se emplea la palabra en los medios de comunicación. Sin embargo, paradójicamente, no se corresponde con el verbo. Un restaurador “de restaurante” no restaura. Pero es el restaurador más conocido.

Mejor no darle demasiadas vueltas a la cuestión. El diccionario está de nuestro lado, así que restauramos, y somos restauradores. También lo son el que se dedica a curar pinturas, el que tiene un restaurante, y el que arregla lavadoras. No merece la pena entrar en sangrientas luchas por apropiarse del término. En un momento tan delicado como el presente, con la profesión arquitectónica en plena caída libre tanto en ejercicio como en consideración social (y nos lo hemos ganado a pulso), nos conformaremos con saber que, al menos, tenemos derecho a llamarnos así.

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